domingo, 4 de marzo de 2012

Palabras perdidas de un diario civil

<< Aún sigo soñando con volver a reencontrarme con aquellos ojos grises que desamparé entre sombras y dinamita, entre el dolor y espectros de sueños quebrados. El recuerdo de aquel día polvoriento y mancillado de ausencias lejanas martillea mi conciencia en un ritual macabro henchido de remordimientos punzantes. Toda guerra deja su huella marcada para siempre. Tal vez el abandono de un hijo será la cicatriz que nunca sanará en mi corazón. Pero ni siquiera la guerra consigue mitigar la esperanza cuando de verdad se desea con el alma >>.

Octubre de 1939



Alborecía una mañana plañidera en enero de 1937. El cielo, encapotado como una sábana enlutada, ocultaba las calles en un amasijo de melancolía y soledad. Comenzó una llovizna tan suave como el silencio que albergaba las plazas y avenidas. Las nubes avanzaban paulatinamente hacia el este, como si con ellas arrastraran el terrible peso de la vida. Una bandada de ruiseñores coronaba aquel aire espeso y abrumador. La tierra estaba impregnada de un asfixiante hedor a muerte y a pólvora.

Amalia se encontraba desmayada en el suelo al recibir un fuerte impacto de una viga que se había desprendido como consecuencia del derrumbe del piso que se produjo al estallar una bomba.
El destello de luz polvoriento de una nueva ensordecedora explosión hizo que recobrara conciencia de donde estaba y qué ocurría. Corrió escaleras a bajo acompañada de lágrimas que le enturbiaban la visión y la dificultad de sortear toda clase de muebles resquebrajados que se interponían en su camino.

La afirmación de la casualidad no es más que negar la lógica de las experiencias que nos brinda la vida, aunque en ocasiones nunca lleguemos a comprenderlas.
Nunca entendió porqué el destino le otorgó la desalentada imagen de presenciar una bala atravesando el pecho de su marido en el bastidor de su casa. Mientras se deslizaba moribundo dejando un surco de sangre en la pared, le lanzó una mirada de despedida y antes de que la agonía pudiera enmudecerlo susurró: <<llévatelo… >>.
Presa del pánico obedeció. Cogió al pequeño Miguel, y lo envolvió en una manta áspera de cuando su padre ejercía la milicia. Una manta marrón como el color de una España marchita.
Antes de salir acarició los labios de su difunto marido por última vez y de nuevo retumbó en sus oídos: <<llévatelo>>.

Al salir de aquel fárrago en que se había convertido el hogar de su familia ya no tenía lugar en un mundo tan sórdido como en el de aquellos años de penuria.
Ya en la calle, una burbuja arenosa enfundó la trémula silueta de ambos. Gritos espeluznantes, llantos desgarradores, cuerpos sin alma mutilados por doquier, sangre, disparos, bombardeos… ¿Qué podía hacer una mujer sola con un bebé en medio de una patria perdida y en guerra? Advirtió que pronto morirían los dos si no hacía algo, ¿pero qué?
El convento del pueblo había ardido en llamas hacía un par de días y el hospital se había transformado en un santuario de fantasmas que no veían la hora de que la muerte les proporcionara la paz que tanto ansiaban, lejos del verdugo apocalíptico.
La desesperación apremiaba encontrar soluciones raudas, así que pronto emergió la idea de abandonarlo en un camión militar que se hallaba a escasos metros. En los brazos de su madre el bebé auspiciaba una muerte segura. Así que procedió a la acción.

Mientras los civiles despojaban a las gentes de sus casas a balazos y patadas aprovechó para dejar a su hijo en la parte trasera del auto militar. Se despidió con un beso en la frente. Las lágrimas de Amalia recorrieron las mejillas macilentas del niño. La miró como si comprendiera la tesitura en las que ambos estaban involucrados.
Avistó que los guardias se acercaban hacia ellos y con el alma hecha jiras de dolor se esfumó de allí entre nubes de polvo y desolación.

Cinco años después (1942)…

-         ¡Extra, extra! Vamos señores, que se me van de las manos. ¡Extra, extra! Una nueva guerra se desata en Europa- anunciaba el voceador.

Los periódicos volaron de las pequeñas manos que sujetaban toda aquella  pila de páginas impresas que divulgaban el advenimiento de más infortunios.

La Guerra Civil había arrasado con las vidas e ilusiones de un país que se encontraba sumido en franca decadencia, a la sombra de una nueva guerra que afloraría presurosa en Europa.

Desde hacía tres años Amalia residía en Las Palomas, una pequeña pensión cuyo negocio pasó a manos de Isabelita, una mujer que enviudó cuatro años atrás, cuando la benemérita destapó los turbios tejemanejes de su esposo, implicado en el tráfico de vinos y de falsa documentación de identidad.

Durante dos años había sido un espíritu ambulante. Bailaba en las plazas para ganarse unas pesetas con las que poder comer y cobijarse en algún lugar seguro, hasta que un día Isabelita la encontró tirada cerca de la pensión con las ropas raídas y un par de arañados en las piernas. La compasión que despertó Amalia sumada a la bondad de la dueña de la pensión sería el comienzo de una gran amistad.
La pensión estaba constituida por despojos humanos a los cuales la guerra les había robado a sus maridos, mujeres, hijos, nietos, sobrinos… y lo único que les quedaba eran ellos mismos, la memoria de los que ya no estaban y la pequeña familia que conformaron entre los vecinos de Las Palomas.

-         La mayor parte de una persona se compone de recuerdos y no de agua como dicen- dijo Isabelita al ver que Amalia se encontraba apoyada en el mostrador de la pensión con la mirada perdida. No sabría decir si fumaba el cigarro que sostenía entre sus menudos dedos o si era el cigarro quien se consumía a ella, ajena al exterior.

Amalia le correspondió con una sonrisa muda.

-         Me han hecho una proposición.
-         ¿De qué hablas?
-         Marcial, el del bar… Me ha prometido que a cambio de una noche me ayudará a encontrar noticias sobre Miguel. Tiene un par de amigos civiles que…
-         ¡Calla, calla!
-         Necesito saber de mi hijo…
-         Allá tú, chica. Pero si luego te paga con engaños a mí no me vengas.
-         Además, también me dará unos cuantos cuartos para poder pagarte el alojamiento.
-         ¡Ay, chica, de verdad! Soy tu amiga, conmigo no hace falta…
-         Por eso que eres mi amiga necesito que me apoyes, por favor.

Isabelita la miró con reprobación para luego darle un abrazo.

- Está bien, pero ándate con ojo- dijo al fin. Amalia la besó en sus pómulos morenos, señal de una dura infancia trabajando en el campo.

                                                       ***

<< Todos decimos de este agua no beberé, hasta que te topas con la desesperación en una esquina. Entonces, tus principios se desmoronan como la espuma del mar cuando perece en la orilla>>, se dijo Amalia una vez pulsó el timbre de la casa de Marcial.

El dueño del bar la saludó con una sonrisa ladina y la invitó a pasar ofreciéndole una copa de brandy. La aceptó y se la bebió de un solo trago con la esperanza de poner fin al tembleque de piernas.
Mientras Marcial la conducía hasta su dormitorio, su mirada paseaba por una estancia condecorada con medallas, vestuario y diplomas militares. Una vez en la habitación Amalia inspiró aire, cerró los ojos y entró.

La alcoba era húmeda y fervorosa, todo un repertorio santoral repleto de crucifijos e imágenes de santos. Sintió un leve escalofrío cuando le rodeó la cintura con sus brazos, empujándola hacia el lecho.
Quiso volverse para despojarse de su vestido, pero él la sorprendió con un suave mordisco en los labios para lentamente tenderla en la cama.
Amalia se incorporó para desabotonarle la camisa con un desfile de besos que recorrió su pecho ardiente de deseo.
Él se abalanzó sobre Amalia oprimiendo delicadamente los excitados senos que se adivinaban por el escote del vestido, gimiendo al contacto de los dedos de Marcial acariciando su entrepierna.
Segundo a segundo, la falta de ropa iba descubriendo los cuerpos de ambos enredados en las sábanas rojas aterciopeladas.
Ella lo montó de un salto y, con ojos chispeantes de arrepentimiento y fogosidad, comenzó a cabalgarlo por espacio de una hora. Cada una de las embestidas que le proporcionaba era un rayo más de esperanza. Los alaridos de placer acallaron las lágrimas que pateaban su alma clamando libertad. Poco a poco, la calma envolvía aquellos dos cuerpos sudorosos, una vez él había alcanzado la culminación.

Marcial se incorporó de lado para acariciarle las mejillas, aún con el brillo de excitación rezumando en sus ojos marrones intensos.

Cogió su cartera de la mesilla de noche y le tendió un billete de mil pesetas; luego, salió de la habitación.
Amalia se vio reflejada en el espejo de un armario. Reconoció a una extraña de apenas treinta años, más demacrada que el día anterior y con ojeras, a la que la guerra le había robado la juventud, el alma y la ilusión. Siempre fue una anciana disfrazada de joven. El hambre, las enfermedades, la miseria y el deseo de un futuro mejor fueron sus únicos acompañantes durante aquellos años.
Rápidamente, agarró su indumentaria, el billete y se vistió al escuchar que unos puños llamaban a la puerta de entrada. Pensó que podría tratarse de un familiar de Marcial, pero la realidad fue muy diferente. Dos disparos hicieron sobresaltarse a Amalia, que permaneció escondida bajo la cama durante diez minutos hasta que reunió el valor suficiente para salir de la habitación. La puerta de la casa estaba abierta, y en el suelo del salón yacía Marcial con dos perforaciones en la cabeza, de la que fluía un manantial de sangre que alcanzó sus pies temblorosos y fríos como el mármol.

Al cabo de unos días supo que la muerte de Marcial se debió a la osadía de sublevarse cuando ejercía de militar años atrás. Era un número más de tantas personas que integraban la lista negra de individuos a exterminar.
La única persona que podía ayudarla ya no existía. En aquel momento recordó unas palabras que su abuelo le dijo cuando era una niña: <<Cuando todo en la vida se torne sufrimiento tienes el derecho a caerte cuantas veces haga falta, pero no olvides que a cambio tienes la obligación de luchar>>.

                                                       ***

Quince años después (1957)…

<<En ocasiones me pregunto de dónde saco fuerzas para seguir escribiendo en este diario. En todas las páginas he desahogado mi corazón y la ridícula ilusión de volver a ver a mi hijo que, si es que sigue vivo, es ahora un hombre. Después de tantos años he aprendido que la vida es un cóctel de humor negro e ironía. He comprendido que hay que nacer riéndose de ella si no quieres sucumbir ante la realidad>>.


Febrero de 1957


Amalia se dispuso a guardar su diario cuando unos golpes atronadores y una vocecilla rota insistían en que abriera la puerta.

- ¡Hombre Román! ¿Qué ocurre?- le dijo a uno de los huésped de Las Palomas.
- ¡Es Isabelita, Amalia! ¡La han matado! Al parecer las deudas de su marido no están suplidas. Una mafia de traficantes en las que su difunto esposo se hallaba involucrado se ha hecho con el negocio. Uno de ellos es el hijo de un civil que se dice quiere vengar lo que le corresponde a su padre, fíjese usted qué locura. Están desalojando a todos los vecinos y van armados. Tenga usted cuidado, por dios.

Tras unos minutos presa de conmoción observó como el viejecito se alejaba con pasos lentos y temblones. Luego, echó a correr hacia donde estaba el cuerpo interfecto de Isabelita. Cuando llegó, aquellos desalmados estaban haciendo salvajadas con el cuerpo de su amiga. Quiso defenderla, pero todos ellos estaban portados de cuchillos y pistolas, así que echó a correr de nuevo para encerrarse en su habitación y ponerse a salvo de esos cretinos.
Uno de ellos la persiguió con una pistola entre sus manos. Todos los vecinos trataban de huir despavoridos.

Amalia cerró con pestillo, pero fue inútil. Aquel criminal derribó la puerta de dos empujones. En un ataque de nervios, Amalia agarró lo primero que pudo: una lamparita. La lanzó contra aquel hombre que le inspiraba terror, hiriéndole la cara con una lasca que saltó. Los ojos grises inyectados de rabia se posaron sobre los de ella. Entonces se dio cuenta de la sombra que tenía delante. Aquella sombra a la que había dado vida veinte años atrás. Sin más, aquella figura oscura apretó el gatillo.

Antes de irse contempló un diario con adornos dorados que había sobre la cama. Examinó su contenido y luego lo dejó donde estaba.

-         ¡Miguel! Vamos, coño. No tenemos todo el día para desalojar a toda esta panda de miserables- gritó uno de sus camaradas.
-         No te preocupes, ya he terminado con la última- dijo cerrando la puerta. Sin entender porqué cruzó la pensión con un vacío extraño. Volvió la mirada hacia la habitación, como si hubiese dejado allí parte de su alma.
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