viernes, 28 de octubre de 2011

Ubi sunt

Cavilando en la Soledad
de la noche fría y pasada,
recuerdos tintineaban en
mi mente y en mi corazón.

Eran recuerdos de seres,
de seres que ya no volverán;
sus rostros se iban y venían,
como las olas del ancho mar.

Lágrimas caían por mis ojos,
ojos anegados de pesar,
pesar sin sentido absoluto,
pues ellos no volverán.

Dónde estarán aquellas almas,
almas que la muerte arrebató,
las arrebató efímeramente,
durmiéndolas en mi corazón.

Aciago día

Una oscura mañana de invierno despiertas. Son las 7 y tienes que levantarte. ¿Por qué? Piensas. ¿Qué pasaría si un día, tan sólo un día, me hiciera desaparecer entre el calor de las sábanas? Cierras los ojos esperando respuesta. No la hay. Entonces lloras, cierras los ojos y te acurrucas en la tibieza de la cama. Es tu único consuelo. Vuelves a abrir los ojos con la esperanza de sentirte algo mejor. Pero no. Lo ves todo más gris. La tristeza te acaricia los parpados y los vuelves a cerrar. Deseas que el día pase rápido, muy rápido. De nuevo, intentas abrir los ojos. Lo haces, pero ahora, ¿ahora qué?
Aquí es cuando te preguntas ¿qué es ese dolor que me oprime el pecho? ¿Por qué se desvanecieron mis fuerzas? ¿Por qué quiero estar solo? ¿Por qué no siento nada?
Y lo más desconcertante ¿Por qué estoy llorando?
Hurgas en tu mente, en ti e intentas averiguar qué está pasando ahí dentro. Mientras tanto, pasan un par de horas y aún no te levantas. Ante la ausencia de respuestas aprietas los puños y haces un esfuerzo descomunal por levantarte. Lo consigues. Pero aún continúas dormido envuelto en las alas del sueño. Pero no ese tipo de sueños que todos sentimos al caer la noche. No. De ese sueño no se despierta. Siempre te encuentras sumido en él. Es entonces cuando inspiras aire y suspiras lastimeramente.
Entonces comienza el día…

Llega la noche. Te refugias en el seno del calor de las mantas. Esperabas con ansias este momento. Te embriaga el cansancio y te sumerges en un mundo que lentamente se nubla. Cierras los ojos por un instante. Los abres. Descubres que ya es de día. Adivina.
Ves el día más negro que el anterior. Son las 7 y tienes que levantarte. ¿Por qué? Piensas.

jueves, 27 de octubre de 2011

LA VENGANZA

¿Realmente qué argumentos son válidos para juzgar a alguien como loco? Puedo afirmar que durante mi estancia en el Hospital de Santa Ana he conocido a personas con un intelecto extraordinario en cuanto a encubrir un delito de la manera más exquisita y loable que sólo una minoría, como yo, podemos comprender y admirar con suma fascinación.
Mi llegada al manicomio, término que muchos prefieren eludir, se remonta hace unos tres años. Todo comenzó cuando ejercía como párroco en la Iglesia de San Lorenzo allá en 1870.

Estaba enamorado, condenadamente enamorado, de una mujer que me destrozó el corazón de la forma más mezquina y miserable que se puede destruir el corazón humano. Hay ocasiones en las que el hombre se encuentra desesperadamente maniatado en la oscuridad del vacío. Entonces, uno comienza a preguntarse si de verdad vale la pena vivir y si sería mejor poner fin a la propia existencia, pero desgraciadamente caes en la cuenta de que ni siquiera nuestra vida podemos considerarla absolutamente nuestra. Y ¿qué haces cuándo tienes el corazón quebrantado de dolor y la esperanza te acaricia en un último adiós? Te ves obligado a buscar un refugio, el que sea, con tal de no perder el juicio. Bien, yo encontré mi refugio en la parroquia. No porque fuera un descarriado cordero de Dios el cual quería que Éste mitigara mi dolor con su bendita Salvación y me guiara por el camino del Bien, no. Me hice párroco para huir del mayor enemigo del hombre, el Amor o la Destrucción, según como quiera verse. Creí que así podía librarme de tan despiadado verdugo, pero cometí un grave error.

Aprendí durante los veinte años que ejercí como sacerdote que las personas necesitan creer para ser felices, dándoles igual si lo que creen es verdad o falso, el pilar de sus vidas era creer. Tal vez por ello nunca fui feliz.

Mi vida como párroco fue asquerosamente aburrida. Es cierto lo que dicen que maestro, médico y cura son oficios vocacionales. ¡Qué hastío! He de reconocer que de vez en cuando hacía alguna que otra visita a casas de señoritas de indecorosa compañía; antes humano que cura.

Algo que me encantaba era tocar un réquiem cada noche sentado en el órgano de la Iglesia. Me inspiraba aquel siniestro sonido que emergía de aquel instrumento. Los cuervos, que entraban por algunas de las vidrieras rotas, se apostaban en el altar, en el órgano, y también sobre mis hombros. La lúgubre resonancia que nacía del instrumento parecía fusionar nuestras almas, tan melancólicas como el ambiente que flotaba a nuestro alrededor. A la hora de dormir me gustaba dejar la ventana del dormitorio abierta para sentir la débil y tétrica brisa de la noche, mientras los cuervos velaban mis sueños.

Una mañana fría y gris en la que me encontraba yo sumido en los pensamientos que me inspiraba el día, apareció una mujer de entre la lluvia y entró en la Iglesia. Su belleza me embriagó desde el primer momento. Su cabello era color caoba, su tez pálida como el invierno y su vestido moldeaba un cuerpo de exuberantes curvas femeninas.
Sus labios rojos, intensos como la sangre, me pidieron que la confesara. Durante la confesión sólo estuve atento a sus ojos verdes, tan verdes como la esperanza que un día perdí. Se presentó aquel día como un ángel y me atravesó el corazón con sus atributos de mujer.
No podía creer que mi corazón recuperara la fuerza que algún día sintió y me abandonó, pero que ahora había regresado.

Venía una vez por semana a que la confesara. Mi amor se hizo tan fuerte que decidí que tal vez debería declararle lo que sentía, aunque me atemorizaba la idea de asustarla y perderla de vista para siempre.
Aún así, me armé de valor para decírselo, pero ocurrió lo peor. Mis planes se vieron frustrados cuando vino a solicitarme una fecha para su casamiento.

Aquella noche recuerdo que lloré mares de desconsuelo. Un brillo de ira resplandecía en mis ojos anegados de rabia. Una vez creía cicatrizada la profunda herida de mi corazón, el Amor me la volvió a jugar suciamente. Esta vez juré vengarme. No habría una tercera, no pensaba permitirlo.

Llegó el día de la boda, el día de mi venganza. Rose, la mujer de la cual me había enamorado perdidamente, era inocente, no tenía culpa de las puñaladas que me estaba propinando el Amor, pero sería ella quien lo pagara con todo el dolor de mi alma. El Amor había adoptado la forma de la mujer más sensual y bella que había visto nunca.

-Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para unir en santo matrimonio a Rose y a Charles.-comencé la ceremonia. Luego leí un pasaje del Evangelio y mi venganza llegó cuando bebieron del cáliz.
Una lágrima asomó por mis ojos al pensar que al instante mi amada caería muerta.
Uno seguido del otro bebieron del cáliz envenenado. Ambos se besaron y se desplomaron en el suelo.
Rose yacía sobre el pecho de su esposo con los ojos abiertos, rezumando terror. Aproveché la consternación de los invitados, los cuales quedaron petrificados como lápidas, para huir de allí.

Pocos días más tarde, recibí una denuncia y fui arrestado. Al parecer no sólo por mi crimen, sino porque también se había corrido la voz de que el párroco del pueblo tenía costumbres licenciosas.

Me condenaron a la silla eléctrica, que casualmente se había inaugurado ese mismo año de 1890. Hubiese sido uno de los primeros en probar aquel invento sino hubiera sido por algunas almas misericordiosas que creyeron que por ser párroco me habría vuelto loco y que al ser un enviado de Dios no podían condenarme a muerte.
Las autoridades, tras meditar acerca del tema, decidieron concederme el indulto con la condición de que fuera encerrado perpetuamente en un manicomio. Así fue como llegué hasta aquí.

En tres años que llevo en este lugar de mala muerte puedo asegurar que más de la mitad de los perturbados ingresados en el hospital están más cuerdos que los propios médicos. Cómo es posible que se acuse a alguien de loco, cuando la vida misma parece una historia sacada de la mente de un chiflado, y además una historia mal contada, repleta de absurdas paradojas.
Al igual que cuando ejercí como párroco aprendí que las personas son más débiles de lo que aparentar ser y que para sobrevivir necesitan creer; ahora, durante mi estancia en el manicomio, he aprendido que la vida es un chiste, nefasto por cierto, pero no deja de ser un chiste, y como tal hay que reírse.

Algún día escaparemos de este antro infernal, mientras tanto nos mofaremos de quieres por locos nos toman, y brindaremos risas y chistes a salud de los sensatos.

AMOR FATAL

Loco, loco me volví cuando tornando la mirada hacia el sinfín del mar para contemplar las estrellas que velaban la noche, divisé a mi amor, a mi amada acariciando los labios de otro hombre. Sentí entonces esa angustiosa sensación que me congelaba el corazón y me nublaba el alma ante tan estrepitosa imagen que ahora devoraba uno por uno mis recuerdos.
Fue entonces cuando ella me miró con ojos de profunda melancolía. Subió al poyete y con lágrimas suicidándose desde sus ojos llenos de dolor, con un suave dejar caer, cayó entre aquellas blancas sábanas y el bramar del mar…

Desperté de súbito. Mi respiración era agitada y mi cuerpo estaba bañado en sudor. Tras varios minutos observando la alcoba, iluminada por una tímida luz proveniente del resquicio de la puerta me dije <<todo fue una pesadilla, una maldita pesadilla>>.Me incorporé para ver qué hora era: las nueve. Un día más llegaba tarde al periódico.
En vez de levantarme, lo único que se me ocurrió fue soltar una sarta de improperios pensando en que don Matías, mi jefe, se estaría replanteando en aquel preciso instante despedirme. ¿Qué haría entonces?, ¿cómo pagaría los impuestos del alquiler?,  y lo que más me inquietaba, ¿qué pensaría Beatriz de mí? Un cúmulo de preguntas se formulaba en mi mente.

Me levante de la cama, me dirigí al baño para enjuagarme la cara y, mientras miraba en el espejo mi rostro demacrado, tal vez por el paso del tiempo, o quizá por golpes que me había propinado la vida, decidí que no iría a trabajar aquel día.
El agua, fría como aquella mañana de 1853, me ayudó a despejarme por unos momentos de aquel ensimismamiento en que me había sumido aquella terrible y dolorosa pesadilla.
Decidí que aquel día lo dedicaría a Bea. Lo primero, sería salir a comprar un precioso ramo de rosas; lo segundo, reservar una mesa para dos en la calle Tornería.
Cogí mi abrigo, salí de casa y me encaminé calle abajo, rumbo a la floristería.



Era un aciago día gris. Del cielo caían pequeñas gotitas, como lágrimas de cristal. Las gárgolas dispuestas en la cima de la catedral me observaban con miradas acusadoras, como tratando de adivinar mis pensamientos, en los cuales me encontraba absorto.
Caminaba meditando en el amor que sentía por Bea. Sabía perfectamente que mi pasión hacia ella me estaba matando por segundos, los celos me estaban consumiendo el alma de forma lenta y desesperante, como un cuervo enjaulado, privado de libertad.
Bea era de esas mujeres que pertenece a todos, y a la vez, a ninguno. No existía mayor diversión para ella que patear mi corazón, jugar con él como si fuera un muñeco de trapo, si es que no había algo más inferior. Sí, era consciente de todo ello, pero prefería estar mil años en el infierno junto a ella, que habitar en el cielo sin su compañía.
Un puñal me atravesaba las entrañas cuando pensaba en que podía encontrarse en los brazos de otros, mientras yo, que la amaba de verdad, me sorprendía a mí mismo por las noches rogando a quién sabe qué por su amor.

Llegué a la floristería. Entré. Sonó un melódico timbre que colgaba del dintel de la puerta. Enseguida, una mujer de mediana edad apareció por un pasillo que daba a una especie de trastero.
-¿Puedo ayudarle en algo, caballero?- dijo.
Su rostro me recordaba al de alguien muy familiar.
-Sí, deseaba comprar un ramo de rosas, las más rojas que tenga, por favor.
-Muy bien.-Respondió.
Mientras la mujer se dirigía a buscar las rosas, yo me dediqué a pasear mi mirada por la tienda. Cuál fue mi asombro al descubrir en una estantería una fotografía de Bea, agarrada del brazo de un señor, un señor que también me era familiar: don Matías. Cerré el puño, tragué saliva y le pregunté a la mujer con el tono más amable que puede, quiénes eran los retratados.
-¡Oh!, ella es mi hija, Bea. El señor que está a su lado es su prometido.
-¿Su prometido?- repetí con tono bastante descortés. La mujer me miró con escepticismo y asintió. Pedí disculpas y acto seguido le dejé unas monedas en el mostrador.
-Adiós, buenos días.-me despedí.
Abrí la puerta para salir cuando sentí que mis fuerzas me abandonaban y me desplomé en el suelo. Tras varios minutos inconsciente abrí los ojos y puede ver a la mujer intentando reanimarme abanicándome con un periódico en el cual salía don Matías en primera portada, ¡qué irónico!
-¿Se encuentra usted bien?, ¿Quiere que llame a un médico?- Se ofreció.
-No, muchas gracias. No se preocupe, ha sido sólo un mareo.- dije. Me levanté, le di nuevamente las gracias y me marché. La mujer aún seguía expectante.

No me encontraba con demasiados ánimos para reservar una mesa. La ira que sentía era demasiado intensa. Cómo es posible que Bea se fijara en una alimaña como don Matías.
No sólo me enojaba ya el hecho de que andara con otros y conmigo a la vez, no. Ahora mi enojo se reforzaba al conocer al canalla con el que se había prometido. Una de las personas que más odiaba prometida con la persona que más amaba…Es curioso como la vida se nos presenta con su lado más sarcástico cuando menos fuertes nos sentimos.

Me dirigí al casino, seguro Bea se encontraba allí. Tenía una gran afición por el juego, bueno más que por el juego por los jugadores que corrían más suerte en la ruleta.
A pesar de ello, la adoraba, nadie la hubiese amado tanto como yo. A veces, el amor resulta ser las puertas del cielo; otras, el más letal de los venenos.

En efecto, allí la encontré. Estaba sentada al lado de un joven y apuesto caballero. Por su indumentaria, me atrevería a decir que se trataba de un hombre de negocios de alto calibre. Miraba de vez en cuando despreocupado, y no sin elegancia, un reloj de bolsillo que pendía de su traje, así como también miraba con indiferencia y altanería al séquito que lo flanqueaba con admiración.
Pude ver desde las puertas del casino cómo Bea le lanzaba miradas de flirteo mientras él le respondía con un guiño y una sonrisa pícara, mientras bebía su último trago de ginebra.
No podía aguantar más ver aquella escena. Con suerte, pasó un crupier cerca de donde yo estaba. Le hice seña para que se acercara.
-         ¿Sí caballero?
-         Disculpe, ¿sería tan amable de avisar a la dama que se encuentra justo al lado de aquel señor?- dije señalando.
-         Enseguida.- respondió y se dirigió hacia ella.
Por lo que podía atisbar la cosa se ponía difícil. Bea se resistía a levantarse de su asiento para salir fuera. El crupier me comunicaba lo que ocurría con una mirada. Le hice una seña para que se retirara ante la imposibilidad de vencer la tozudez de la señorita.
Yo mismo me encaminé hacia donde ella estaba. Mi presencia no inmutó a ninguno de los allí presente, sólo a Bea, que por su semblante pude adivinar que mi figura no era de su agrado en aquel momento.
Sin que una palabra saliera de mi boca, le ofrecí mi más cordial sonrisa y le mostré el ramo de rosas que había comprado para ella. Soltó un severo <<gracias>> que me heló la sangre. Dirigí mi vista hacia la mesa donde jugaban, llegando a la concusión de que el amor es como el juego: el que quiere más, siempre acaba perdiendo. Se me escapó una leve sonrisa de lo más amarga.
-Bea, ¿podemos salir un momento?- espeté.
-¿No ves que estoy ocupada?- replicó.
-Sólo será un momento, no te quitaré tiempo. Lo prometo.
Sin decir nada se levantó y ambos nos dirigimos a la salida.
-¿Y bien?, ¿Qué te ha traído por aquí?
No quería ni tenía ánimos para andarme con rodeos. Las lágrimas afloraban por mis ojos anegados de desesperación.
-¿Por qué?- dije casi sin voz.
-¿Por qué que?
-Tú y don Matías. Cuando me enteré creí morirme. Bea, te amo. No imaginas lo oscuras que son mis noches pensando en que un día te tengo y al siguiente ya no. Sabes que he soportado infinitas injurias por ti, que me he convertido en tu esclavo. Pero nada de eso me importa si con ello consigo que seas mía. Te amo…

Bea me escuchaba inalterable, mientras yo rompí a llorar. El cielo parecía acompañar con su lluvia mi corazón. Sin embargo, el viento parecía acompañar a Bea, tan frío y estremecedor que congelaba hasta la última fibra de mis huesos.
Bea se limitó a no decir nada. Me besó en los labios y se metió de nuevo en el casino.


Cuando llegué a casa pude ver la punta de un sobre asomando bajo la puerta. Entré, cerré la puerta y abrí el sobre. La caligrafía no daba lugar a dudas sobre el remitente.
Don Matías amenazaba con despedirme si faltaba un día más al trabajo. Cogí una cerilla y prendí fuego al papel. Cómo me hubiera gustado hacer lo mismo con esa sabandija.

Me senté en el sillón agotado. Tomé el libro de Allan Poe que descansaba sobre la mesa y encendí mi pipa. Poco a poco el sueño me envolvía con sus alas y decidí acostarme, pues aunque el libro me tenía abstraído me rendía ante la poderosa somnolencia.
Me tendí en la cama mirando al techo. Al cabo de unos minutos, comencé a llorar de forma desgarradora. En ocasiones, el estar vivo no implica el no estar muerto. Así me sentía yo, muerto en vida. No existen peores sentimientos que la combinación de soledad, vacío y celos. Son enemigos demasiado crueles para el hombre.
Bea era mi único objeto de pensamiento a cada instante. Mi alma agonizaba y mi cabeza deliraba los peores pensamientos. Pero ya no importaba nada. ¿De qué sirve vivir la vida si no tienes a nadie con quien compartirla? Mi única ilusión se convertía en cenizas, se hacía polvo, y como polvo, nada es.
El sufrimiento me abatía y para mitigarlo sólo había una solución: al día siguiente invitaría a don Matías a comer.
A las dos de la tarde me encontraba preparando la mesa. Mi plan para aniquilar a mi estimado jefe tenía que ser infalible.
Llamaron a la puerta. Abrí.
-¡Don Matías!, ¿cómo está usted? Pase, pase.-lo recibí con tal agrado que quién hubiera podido sospechar del ardid que me traía entre manos.
-Buenas tardes, Víctor. Yo estoy bien, gracias por la invitación. ¿Quería usted hablar del trabajo, cierto?
-Sí, así es. Quería hablarle sobre la falta de rendimiento por mi parte que quizá haya notado usted últimamente.
-Sí, creo que me debe una explicación, sino ya sabe que me veré obligado a…-respondió.
-Siéntese a la mesa, por favor. Enseguida serviré el almuerzo. No tardo.-Atajé.

Eché una buena dosis de cicuta en el plato de don Matías, pero mezclándolo con demás especias para que el sabor no se hiciera evidente. Cogí su plato y el mío, y me dirigí a la mesa.
-¿A qué huele?- Preguntó.
-Alcachofas con un toque de ron. Especialidad de la casa.-Respondí riendo para mis adentros.
-Siento decirle que ha preparado usted uno de los platos que más repugnancia me produce.- convino.
-¿No le gustan? Le advierto que soy todo un maestro de cocina. Pruébelas por mí, don Matías, no se haga de rogar.
-De acuerdo, de acuerdo, lo hago por usted.
Terminamos de comer y me dispuse a recoger la mesa.
-Ciertamente estaba bueno, Víctor. Nunca he probado un plato como éste.-dijo.
-Ni lo probará, don Matías, ni lo probará.- respondí con una carcajada limpia, pero lo suficientemente discreta para que no sospechara de nada.
Una vez todo recogido, me dirigí al salón para presenciar los últimos momentos de vida del hombre que me había quitado lo que más amaba. Si él me había quitado la vida, ¿por qué no quitarle yo la suya?
-¿Le apetece una copa de licor?-ofrecí.
-No, muchas gracias. No sé que me pasa pero de repente me ha entrado mucho sueño.-respondió bostezando.
-Puede usted descansar ahí mismo o si gusta puede recostarse en mi cama.-dije mordiéndome el labio inferior al ver que mi plan marchaba mejor de lo que esperaba.
No obtuve respuesta alguna. Don Matías se abandonó a un profundo sueño y poco tiempo después su corazón dejó de latir.
-Debería darme las gracias, le he proporcionado una muerte rápida y sin dolor, ¿qué más se puede pedir?-reí como hacía tiempo no lo había hecho. Pero no había tiempo para reír demasiado. Ahora tenía que deshacerme del cadáver. Esa fue la tarea más complicada, sin duda.
Lo primero era descuartizar el cuerpo que yacía aún caliente y con color. Aunque troceaba el cuerpo con un hacha, me costó mucho esfuerzo debido a mi débil complexión. Sobra decir que todo ese trabajo lo realicé de madrugada en un campo alejado de toda población, donde apenas rondaba ni las hormigas. Una vez terminé, cavé un hondo hoyo, lo bastante profundo para disimular el crimen. Había que tener en cuenta que la superficie debía quedar tan rasa como antes.
Me lavé las manos en un lago que había justo al lado y agarré mi camisa colgada en un ciprés para evitar que se manchara de sangre.

Recogí el material que había necesitado y me encaminé hacia casa. Llegué a eso de las cuatro de la madrugada. Metí los utensilios en la bañera, para que no goteara sangre por el parqué.
Caí exhausto en el sillón. Con las manos en la cabeza y apoyando los codos sobre la mesa medité acerca de Bea. Con todo el dolor de mi corazón debía matarla a ella también. Sé que era egoísta por mi parte, pero no podía soportar la idea de que Bea estuviera con otro que no fuera yo. No he conocido tortura mayor.
Al día siguiente iría al cementerio, pues Bea solía asistir todos los domingos a las misas que tenían lugar en la capilla del camposanto.



A las ocho me encaminaba hacia el cementerio. Llevaba una pistola en el bolsillo interior de mi chaqueta. Recuerdo aquella mañana en que el sol había abandonado aquel cielo cargado de nubes negras amenazando una gran tromba de agua. En el aire reinaba un hedor a tierra mojada ante las primeras gotas que mojaban aquellas silenciosas calles de muertos.
Las campanas repiqueteaban anunciando el comienzo de una misa. Esperé una media hora hasta que los fieles abandonaran la capilla. Allí estaba ella. Llevaba un vestido azul marino con un pañuelo de seda a juego que cubría su cabello cobrizo, resaltando su faz tan blanca como el mármol de las tumbas.

Sin que las pocas personas que allí quedaban se percataran de mi presencia, la asalté por detrás tapándole la nariz y la boca con un pañuelo empapado de somnífero, de modo que parecía que se había desmayado. La saqué de allí en brazos y la deposité en una tumba vacía. Arranqué una rosa negra de tantas que decoraban aquel imperio de muertos, y se la clavé en el corazón, que ahora lloraba borbotones de sangre. Le recité un poema que había escrito para ella, pues aunque su cuerpo yacía muerto, su alma me estaría escuchando desde algún lugar. Empezaba así:

   Si prometes ser mi vida,
                                               Yo nunca más moriré;
                                                Si me prometes tus besos,
                                                En tus labios viviré…

Coloqué el poema en su pecho ensangrentado, y besé sus labios por última vez mientras mis lágrimas recorrían su hermoso y sensual cuello que descansaba sobre la tierra que la ampararía toda la eternidad.
La vida tenía un peso demasiado grande para un ser tan frágil como yo. Algunas noches en las que reflexionaba sobre la muerte, una zarpa me arañaba el corazón. Y meditaba acerca de adonde vamos y de donde venimos. Unos minutos antes de mi muerte, aprendí a reírme de mí, mostrando a la vida la sonrisa más irónica y amarga que se dibujó en un rostro sombrío, apagado. Tan sólo me quedaba una alegría: descansaría junto ella eternamente.

Volvían a repiquetear las campanas. No se oía nada en el camposanto, tan sólo un disparo que se ahogó con el graznar de los cuervos.