jueves, 27 de octubre de 2011

LA VENGANZA

¿Realmente qué argumentos son válidos para juzgar a alguien como loco? Puedo afirmar que durante mi estancia en el Hospital de Santa Ana he conocido a personas con un intelecto extraordinario en cuanto a encubrir un delito de la manera más exquisita y loable que sólo una minoría, como yo, podemos comprender y admirar con suma fascinación.
Mi llegada al manicomio, término que muchos prefieren eludir, se remonta hace unos tres años. Todo comenzó cuando ejercía como párroco en la Iglesia de San Lorenzo allá en 1870.

Estaba enamorado, condenadamente enamorado, de una mujer que me destrozó el corazón de la forma más mezquina y miserable que se puede destruir el corazón humano. Hay ocasiones en las que el hombre se encuentra desesperadamente maniatado en la oscuridad del vacío. Entonces, uno comienza a preguntarse si de verdad vale la pena vivir y si sería mejor poner fin a la propia existencia, pero desgraciadamente caes en la cuenta de que ni siquiera nuestra vida podemos considerarla absolutamente nuestra. Y ¿qué haces cuándo tienes el corazón quebrantado de dolor y la esperanza te acaricia en un último adiós? Te ves obligado a buscar un refugio, el que sea, con tal de no perder el juicio. Bien, yo encontré mi refugio en la parroquia. No porque fuera un descarriado cordero de Dios el cual quería que Éste mitigara mi dolor con su bendita Salvación y me guiara por el camino del Bien, no. Me hice párroco para huir del mayor enemigo del hombre, el Amor o la Destrucción, según como quiera verse. Creí que así podía librarme de tan despiadado verdugo, pero cometí un grave error.

Aprendí durante los veinte años que ejercí como sacerdote que las personas necesitan creer para ser felices, dándoles igual si lo que creen es verdad o falso, el pilar de sus vidas era creer. Tal vez por ello nunca fui feliz.

Mi vida como párroco fue asquerosamente aburrida. Es cierto lo que dicen que maestro, médico y cura son oficios vocacionales. ¡Qué hastío! He de reconocer que de vez en cuando hacía alguna que otra visita a casas de señoritas de indecorosa compañía; antes humano que cura.

Algo que me encantaba era tocar un réquiem cada noche sentado en el órgano de la Iglesia. Me inspiraba aquel siniestro sonido que emergía de aquel instrumento. Los cuervos, que entraban por algunas de las vidrieras rotas, se apostaban en el altar, en el órgano, y también sobre mis hombros. La lúgubre resonancia que nacía del instrumento parecía fusionar nuestras almas, tan melancólicas como el ambiente que flotaba a nuestro alrededor. A la hora de dormir me gustaba dejar la ventana del dormitorio abierta para sentir la débil y tétrica brisa de la noche, mientras los cuervos velaban mis sueños.

Una mañana fría y gris en la que me encontraba yo sumido en los pensamientos que me inspiraba el día, apareció una mujer de entre la lluvia y entró en la Iglesia. Su belleza me embriagó desde el primer momento. Su cabello era color caoba, su tez pálida como el invierno y su vestido moldeaba un cuerpo de exuberantes curvas femeninas.
Sus labios rojos, intensos como la sangre, me pidieron que la confesara. Durante la confesión sólo estuve atento a sus ojos verdes, tan verdes como la esperanza que un día perdí. Se presentó aquel día como un ángel y me atravesó el corazón con sus atributos de mujer.
No podía creer que mi corazón recuperara la fuerza que algún día sintió y me abandonó, pero que ahora había regresado.

Venía una vez por semana a que la confesara. Mi amor se hizo tan fuerte que decidí que tal vez debería declararle lo que sentía, aunque me atemorizaba la idea de asustarla y perderla de vista para siempre.
Aún así, me armé de valor para decírselo, pero ocurrió lo peor. Mis planes se vieron frustrados cuando vino a solicitarme una fecha para su casamiento.

Aquella noche recuerdo que lloré mares de desconsuelo. Un brillo de ira resplandecía en mis ojos anegados de rabia. Una vez creía cicatrizada la profunda herida de mi corazón, el Amor me la volvió a jugar suciamente. Esta vez juré vengarme. No habría una tercera, no pensaba permitirlo.

Llegó el día de la boda, el día de mi venganza. Rose, la mujer de la cual me había enamorado perdidamente, era inocente, no tenía culpa de las puñaladas que me estaba propinando el Amor, pero sería ella quien lo pagara con todo el dolor de mi alma. El Amor había adoptado la forma de la mujer más sensual y bella que había visto nunca.

-Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para unir en santo matrimonio a Rose y a Charles.-comencé la ceremonia. Luego leí un pasaje del Evangelio y mi venganza llegó cuando bebieron del cáliz.
Una lágrima asomó por mis ojos al pensar que al instante mi amada caería muerta.
Uno seguido del otro bebieron del cáliz envenenado. Ambos se besaron y se desplomaron en el suelo.
Rose yacía sobre el pecho de su esposo con los ojos abiertos, rezumando terror. Aproveché la consternación de los invitados, los cuales quedaron petrificados como lápidas, para huir de allí.

Pocos días más tarde, recibí una denuncia y fui arrestado. Al parecer no sólo por mi crimen, sino porque también se había corrido la voz de que el párroco del pueblo tenía costumbres licenciosas.

Me condenaron a la silla eléctrica, que casualmente se había inaugurado ese mismo año de 1890. Hubiese sido uno de los primeros en probar aquel invento sino hubiera sido por algunas almas misericordiosas que creyeron que por ser párroco me habría vuelto loco y que al ser un enviado de Dios no podían condenarme a muerte.
Las autoridades, tras meditar acerca del tema, decidieron concederme el indulto con la condición de que fuera encerrado perpetuamente en un manicomio. Así fue como llegué hasta aquí.

En tres años que llevo en este lugar de mala muerte puedo asegurar que más de la mitad de los perturbados ingresados en el hospital están más cuerdos que los propios médicos. Cómo es posible que se acuse a alguien de loco, cuando la vida misma parece una historia sacada de la mente de un chiflado, y además una historia mal contada, repleta de absurdas paradojas.
Al igual que cuando ejercí como párroco aprendí que las personas son más débiles de lo que aparentar ser y que para sobrevivir necesitan creer; ahora, durante mi estancia en el manicomio, he aprendido que la vida es un chiste, nefasto por cierto, pero no deja de ser un chiste, y como tal hay que reírse.

Algún día escaparemos de este antro infernal, mientras tanto nos mofaremos de quieres por locos nos toman, y brindaremos risas y chistes a salud de los sensatos.

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