jueves, 8 de diciembre de 2011

Uno de mis frecuentes viajes hacia el interior


Ayer, estando sumida en el silencio de mi casa sin más compañía que un libro de Galdós que tenía ante mis ojos la tarde iba menguando y los rayos solares languidecían ante la noche que se avecinaba sobre el restante día. Entonces, permanecí en trancé un buen rato. Tenía la vista cansada y decidí dejar de leer.
La penumbra de mi habitación y la imagen de una tarde que se desdibujaba a través de la ventana me hicieron adentrarme en lo más profundo de mí. Así que, como dije antes, abandoné mi lectura para otro momento y me puse a reflexionar. De vez en cuando es sano estar a solas con uno mismo y ponerse a pensar, aunque sea un poco.


El mundo está cambiando a una velocidad inimaginable. Algo tan simple como que hoy estén de moda los pantalones pitillos y mañana se lleven los acampanados da pavor. Puede sonar gracioso, puede sonar exagerado, pero es la verdad. El ser humano no está preparado para asimilar cambios tan bruscos y nos empeñamos en hacer las cosas a la ligera, y lo peor de todo es que lo hacemos mal; rápido y mal.
Cada paso que damos en la vida hay que saber degustarlo, tanto para bien como para mal, pero hay que disfrutar cada pisada y cada zapatazo que se da, pues al final es eso lo que nos quedará: el recuerdo de lo que alguna vez hicimos.


He de dar las gracias por haber nacido a finales del siglo XX, en España, en Andalucía, en una ciudad como Jerez, en el seno de una buena familia. Gozo de que todas mis necesidades básicas y secundarias están cubiertas. No obstante…, algo falla en todo esto. Hay algo que hace replantearme si el siglo XXI es de verdad el progreso o el retorno del retroceso, es decir, la vuelta a lo mundano, a echar el cerrojo a nuestras mentes.


Cuando salgo afuera y observo lo que me rodea, la mayor parte de lo que oigo y veo es meramente superfluo. Nos encontramos en el epicentro de un mundo minimalista. Nadie (o me consta que poca gente) ve más allá de tres palmos de sus narices.
El mundo gira, el tiempo pasa, nuestras horas están contadas y no nos damos cuenta de que nuestros pies se mueven en una realidad prácticamente mecanizada. Explico esto último: suena el despertador, nos levantamos. Tomamos un baño y desayunamos. Nos vestimos para ir al trabajo o a estudiar. Comemos. Nuevamente, volvemos a ponernos manos a la obra en nuestro trabajo. Llega la noche y estamos cansados. Cenamos. Encendemos la tele hasta que nos entra sueño. Vamos a la cama. Así un día tras otro. ¡Pero esto no queda en días! Sino que los días se vuelven semanas, y las semanas se hacen meses, y por consiguiente los meses se convierten en años.
Nuestras vidas funcionan como la maquinaria de un reloj: a tal hora debemos tener hecho esto o tenemos que hacer esto otro.
Luego nos sorprendemos de lo rápido que pasan los años y lo que no sabemos es que el tiempo pasa más aprisa cuanto más vacío está.


Si a esta mecanización le sumamos la superficialidad en que patina esta nuestra sociedad, entonces ya sí que el mundo adopta un color grisáceo.
¿Dónde hemos dejado la profundidad, la esencia de las Cosas?
No hace mucho, antes de las elecciones, escuché señoras que votaban a los candidatos para la presidencia según el grado de hermosura de los susodichos.
¿Cuántas veces hemos sido testigos de gente que admira a famosos por su exterior, por la funda que les envuelve en vez de por su valía personal? ¿Cuántas?
He aplicado el ejemplo de personajes famosos, pero la situación se agrava cuando somos incapaces de reparar en lo más cercano a nosotros.
Hemos aparcado a un lado el fondo de las Cosas. Nuestra sociedad ya no se preocupa por escarbar y alcanzar ver en el interior de los Elementos.
Hemos olvidado analizar con el ojo crítico que se ubica en nuestra mente o alma.


No sé si llevo razón, me estoy volviendo muy sensible con los años o es que dedico demasiado tiempo a pensar, pero la cuestión es que quería plasmar y compartir lo que pienso con vosotros.


Hemos progresado muchísimo tecnológica y científicamente, cosa de la que me siento inmensamente orgullosa. Pero… ¿y el desarrollo personal?
El mundo violento y egoísta en el que nos desenvolvemos ha fabricado una sociedad insensible.
Me pregunto a cuánta gente le hará feliz algo tan simple como ver a unos niños jugando a la pelota; me encantaría conocer que siente la gente cuando a través de un cristal ve un paisaje lluvioso y nublado; me gustaría saber qué sensación tienen las personas cuando ve una bandada de gaviotas sobrevolando sus cabezas. Cosas tan insignificantes y a la vez tan colosalmente maravillosas como estas me hacen feliz.


¿Alguien se ha parado a pensar alguna vez en un huevo? Es algo tan simple como magnífico. Un gran invento sin técnicos, sin científicos, sin nada. El huevo es una maravilla. A esto me refiero cuando la sociedad no es capaz de resolver la metafísica de las Cosas. Es un ejemplo de la superfluidad en la que nos sustentamos. Nos quedamos estancados en la imagen, en el objeto en sí, pero no acostumbramos a profundizar.


Esto último es un ejemplo de José Luis Sampedro del cual me he servido para ilustrar todo lo que he dicho anteriormente.
Si os interesa aquí dejo el link de la entrevista a este escritor. Es muy interesante. Tuve que hacer un trabajo de esta entrevista los primeros días de curso, y de verdad merece la pena leerla:

2 comentarios:

  1. Amiga mía, que gusto da leer tus publicaciones. A pesar de que éste lo he leído por encima por falta de tiempo.

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  2. Estoy de acuerdo, cosa que me recuerda a mi examen de hoy de antropologia. Ya te contare^^

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